A la que había que congelar era a mí, amarrar mi nombre con los mechones enredados de mi cabello, por todas esas preguntas que jamás alcancé a formular, por aquellas a las que me resigné a sus ausencias. Había que meterme en un frasco de cristal limpio y sin dibujos, poner mi nombre en un papel amate y sin esquinas encerrado en un corazón rojo; en el del amor propio, para que por fin se me congelen las perras ganas de ofrecerlo a cualquiera que parezca buena gente, para enfriar cualquier ilusoria intención de dejar de confiar en las propias estrellas. Para por fin dejar de querer hacer brujería a todo el mundo y mejor hacérmela a mi.
Escribir con plumón rojo e indeleble cada vericueto de mi nombre, por todas las veces que yo misma me había torcido el camino, para recordarme en cada letra cómo se puede regresar a tener raíces propias.
Había que pasar mis dedos manchados de nicotina por cada vocal, por cada consonante de mi nombre y apellidos, el índice que señala y el anular que equilibra embebidos de la poca saliva que queda después de defender una guerra que solo era mía, para sellar la boca y la manía de decir lo que pienso a quien no tiene ganas de escuchar.
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Doblar con cuidado el papel, con las puntas hacia afuera y a la altura de donde nacen los entripados, para nunca olvidar que cuando se bajan las espadas los demonios se vuelven reales, llegan todos en tropel a matarte la voluntad desde las tripas.
Había que meterme entre los efímeros brillos del hielo de la escarcha de mi congelador, amarrar mi espíritu en el papel como si fuera un regalo, congelar todos mis lados para regresar a mi centro, marcando cuatro caminos con todo el cabello que perdí pensando en otros, nunca en mí.
Había que ponerme en agua con sal de mar, para no olvidar las veces que se me salaron los ojos de tanto mirar y solo callar. Añadirme un poco de miel para mitigar la amargura y siempre recordar la dulzura de la vida; también un chorrito de aceite para por fin separarme de las cochinas ganas de un día encontrar los sabores perfectos de la fusión, del caminar en compañía sin estorbar ni que me estorben. Añadir bolitas de pimienta y clavo de olor para protegerme siempre del autoengaño, para que me dé comezón cuando deje de confiar en mí por confiar en los demás.
Había que congelarme toda y encerrarme en un frasco bien cerrado, dejarme colgada a las tapas de mi propia cabeza, cerrarlo bien para por fin acabar con el placentero hábito de acariciar círculos para demostrar quién soy. Había que dejar en el frío congelador todas las que fui y que ya no soy, congelar por fin la obsesión de acariciar las heridas que nunca alcanzan a cerrar, había que llevarme al punto máximo de la frialdad para por fin detener toda esa sangre que me hace hervir las entrañas, pasar del fuego al hierro del frío hielo.