En el 2012 me mudé a estudiar la licenciatura al entonces Distrito Federal. Cuando tenía que presentarme en cada clase al empezar la carrera, en cuanto decía mi nombre, me preguntaban de dónde era. La segunda pregunta siempre indagaba en por qué no me había quedado a estudiar en Torreón. Digo, no es como que la licenciatura de Comunicación sólo existiera en la capital del país. La verdadera razón por la que me había ido nunca la dije. Para encubrir mi secreto personal, mejor respondía que por seguridad, porque la situación del narcotráfico había llevado al norte a un territorio perpetuo de miedo.
Me sorprendía que no supieran nada de los descabezados en la calle o de los colgados en los puentes, pues lo que resultaba un tema de conversación cotidiano entre cualquier habitante de la Comarca Lagunera, ahí, en esos salones de ladrillo rojo era un tópico que sonaba a otro país. Aunque era de esperarse, los periodistas locales habían sido amenazados de muerte cuando acertaban en sus investigaciones profundas e incluso dejaron un coche bomba afuera del edificio de un reconocido periódico de la ciudad; si las noticias no traspasaban las fronteras de Coahuila, difícilmente llegarían a tener cierta cobertura en el centro del país.
Los días ordinarios de los laguneros fueron reducidos hasta las seis de la tarde, hora del toque de queda en el que consideradamente los narquillos esperarían para jugar a las pistolitas con los militares. El silver lining de esta reclusión fueron las pijamadas en casa de mis amigas. Como no era seguro ir a pasar la tarde del fin de semana en el mall y tampoco es como que había tantas cosas que hacer más que dar el roll por la Madrid, el inicio de mi pubertad durante la famosísima guerra contra el narcotráfico de Calderón transcurrió en el jardín de casa de M o en la placita del fraccionamiento de R. Mi grupo de amigas y yo teníamos dos intereses: comprar Vodka SKYY o Caribe Cooler y compaginar con el sexo opuesto que empezaba a removernos las tripas. Y si combinábamos el tiempo con ellos y el vodka de arándano, mucho mejor. En las calles se podían estar peleando la plaza a balazos y nosotras nos estábamos adueñando de un territorio que dejaba con ferocidad la niñez.
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Con los años, las ráfagas de fuego se acallaron y el desfile militar -que no estaba meramente por celebración patria- fueron desapareciendo de los lugares públicos de Torreón. Pero los estragos se abrigan en la memoria y el remanente del caos se convierte en una segunda piel que se acostumbra a manifestarse en un estado de alerta continuo. Muchos compañeros de mi generación de preparatoria (2009-2011) o de años más arriba que yo, migraron a otras ciudades porque sus padres tenían temor de que se quedaran ahí y de un momento a otro los levantaran y ya no regresaran con vida a pesar de pagar el secuestro.
Huir del trauma
Para mí fue una excusa para argumentarle a mi mamá el por qué quería irme a vivir a mil doscientos kilómetros de casa; era mucho más fácil decirle que tendría más oportunidades fuera de una ciudad lacerada donde nadie apostaría ni un peso por tanto plomo, que afrontar la herida de abandono de la niñez con el caos que había en mi propia casa. Mentir en mis clases diciendo que me encontraba en un autoexilio porque en mi desierto se andaban matando se transformó en una coartada. Ya decía Goebbels que “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad” Y este autoengaño soterró la huida de mis traumas familiares.
De familias disfuncionales y violencia familiar solo había leído en novelas de ficción como el background que justifica el comportamiento del personaje principal, también lo había visto en muchísimas películas, pero nunca lo había hablado con ninguna amiga cercana; en parte porque no sabía cómo expresarlo y en parte porque pensaba que me tratarían diferente y mi orgullo adolescente no soportaría ser vista con lástima ajena. Así que nunca tuve esta resonancia directa de encontrarme comprendida o acompañada. Hasta hace poco.
Justo cuando estaba preparando este escrito, leí un texto bellísimo y honesto de Ilse Gaytán que se titula ‘Un amor más profundo’. En un resumen que no hace justicia a sus palabras, escribe sobre la comprensión que llega con muchísimo trabajo de terapia después de haber atravesado las peleas, el divorcio y crecer en una “familia disfuncional”. La psiquiatra y escritora Marián Rojas Estapé comparte en una plática sobre ‘La neurociencia de las emociones’ que “cuando uno comprende lo que pasa en su mente uno se siente aliviado, porque si no, lo que sucede es que uno es esclavo de síntomas físico y psicológicos y va como perdido por la vida”.
Y sí, la verdad es que sí he estado bien perdida por la vida. Sobre todo en mis años en Ciudad de México. En una etapa de mis veintes en la que ni el alcohol, ni las drogas, ni todo el exceso de fiesta podían seguir cubriendo la tristeza que tenía encallada a esa herida emocional que no me atrevía a sanar para evitar responsabilizarme de mis emociones y de mis decisiones. Sumado a mi vívido imaginario que siempre tenía alguna ansiedad para alimentar a mis pensamientos obsesivos que se obstinaban en mantenerme en escenarios del pasado o en futuros fatalistas que resultarían imposibles de hacerse realidad.
Estapé menciona en esa misma conferencia que “la mente y el cuerpo no distinguen las amenazas reales de las imaginarias. El 91.4% de las cosas que nos preocupan nunca jamás suceden, pero mi mente y mi cuerpo lo viven como si fuera real. Tanto lo que me sucede como lo que me preocupa tiene un impacto directo en mi mente. Si más del 90% de las cosas que nos preocupan no suceden, eso lo que va a significar es que yo voy a inducir en mi organismo un estado de alerta mantenido, lo que yo denomino de forma sencilla una intoxicación de cortisol (…) Muchas depresiones provienen de estados de alerta permanentes”.
Me ha costado llegar a la comprensión. Casi dos décadas (bien poquito, ¿cierto?) entender que “familia es igual a conflicto. Conflicto es igual a heridas, traumas. Y estos, si no ponemos luz, si no hay sanación, si no hay autoconocimiento, si no hay comprensión, si no hay transformación, si no hay trascendencia, si no hay viaje espiritual, nos acompañan por el resto de nuestra vida”. Porque cuando te toca, ni aunque te quites y yo ya no pude esquivar la última advertencia para empezar a escucharme. Lo entrecomillado lo escuché de una conferencia de un autor español que se llama Borja Vilaseca; no tengo ni la más mínima idea de cómo es que durante el confinamiento del 2020, mientras estaba tirada en el sillón con mi bebé recién nacido haciendo la siesta, yo encontré sus pláticas en YouTube. Su conferencia de ‘Ama a tus padres para liberarte de ellos’ fue el primero de varios para que el algoritmo me tirara videos que mi yo de hace cinco años les haría una mueca y me burlaría por ser denominados de autoayuda.
Pero estos videos me ayudaron y aún sigo recurriendo a ellos para resetear mi corteza prefrontal y poder enfocarme en el ahora; ha sido una plataforma que me ha guiado a empezar a dar los pasos a la introspección #472 de mi vida. Porque durante mi puerperio, confinada en Francia, lejos de mi familia y mis amistades más cercanas por año y medio, la reflexión llega a la fuerza.
Si bien mi yo de 20 años creía que tenía todo controlado porque ya estaba lejos de la familia que creía tóxica; y si bien mi yo de 25 años creía que con tres sesiones de regresiones ya estaba curada para toda la vida. Ahora, con 29 años estoy más que convencida sobre la importancia de reaprender lo que nunca me enseñaron sobre las emociones; sobre ser más flexible a la hora de escuchar a mi mamá o a mi papá, y no saltar desde la emoción ligada al recuerdo pasado, sino en respirar y escuchar. Y sé que a mis 36 años veré algo nuevo. Aunque no quiero esperar tanto, el próximo año que tenga 30 quiero haber aprendido a dejar de intentar sanar a los que están a mi alrededor y sanar a mi niña herida; quiero haber aprendido que yo soy la que controlo mis emociones y no son las emociones las que me controlan a mí; quiero haber aprendido a decir que no y poner límites porque también eso es un ejercicio de amor propio. Quiero seguir aprendiendo. Quiero decidir todas mis decisiones.
Hoy he aprendido que mi yo de 18 años no mentía a los demás. Me mentía a mí misma. Y si bien yo creía que huyendo el dolor se iba a quedar bien lejos de mí, después me di cuenta que ese lo llevaba en una maleta documentada de veinte kilos. No podemos huir del dolor emocional porque es como una sombra que se mueve con nosotros a donde sea que vayamos.
Cuesta más aliviar el dolor emocional que el físico pero vale la pena vivirlo para atravesarlo. El conflicto es una oportunidad para el cambio.
Hace poco tomé un taller con una psicóloga sobre la ‘Gestión de las emociones en tiempos de crisis’ y aprendí que:
- Aceptar un sentimiento no significa tener que vivir con él.
- Si nombro mi sentimiento no lo puedo negar.
- Las emociones son un estado transitorio.
Hace poco en una breve conversación con una antigua amiga de la preparatoria me escribió que pensaba que odiaba Torreón. Sólo le respondí que no se puede estar en guerra con algo para siempre. Y yo ya estoy en paz conmigo misma.