“Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña”.
Werner Herzog
1.- Una vez hice llorar a mi papá. Estaba en primer semestre de preparatoria, acababa de cumplir quince años y era, como suelo describirme de unos años para acá, una mocosa insufrible. Aquel lunes tenía examen de matemáticas financieras y necesitaba que uno de mis tíos me explicara algunas cosas que no entraban en mi cabecita llena de Allan Poe y Saramago. Pero mi tío sólo tenía disponible el sábado. Yo, que estudiaba en El Salto, una ciudad-pueblo a una hora de la capital del estado, había viajado a Durango con mi abuelo y no sabía que mi mamá le había pedido a mi papá que hiciera el trayecto en carretera para recogerme, también en sábado, en lugar de regresar el domingo, como lo dictaba mi plan original.
Cuando mi papá apareció en la puerta de casa de mis abuelos yo aún no veía a mi tío. Recuerdo haber protestado mientras mi papá me explicaba que teníamos que regresar temprano porque había surgido otro compromiso. Mi lenguaje nunca fue grosero pero mi actitud entonces (a veces, todavía, cuando pierdo el control) podía ser filosa y destructora. Subí a la camioneta en silencio. Viajé en silencio. Al llegar me encerré en mi cuarto a estudiar y seguí en el mismo tratamiento orgulloso. No recuerdo si fue a la hora de la cena o en la comida del domingo que vi a mi papá llorar en silencio. En mi ingenua estupidez no entendía el llanto y eso me molestaba más, si yo “no le había dicho nada”.
Al día siguiente mi mamá me obligó a pedir perdón. Recuerdo que lo hice a última hora posible. Mi papá sólo me pidió que fuera buena, como el papá de Cathy Earnshaw.
En realidad siempre lo he pensado más como el papá de Elizabeth Bennet y el de Bella.
2.- Mi papá ama los perros. Gracias a él crecí con mascotas gigantes y hermosas acompañándome. Cuando Goldie, nuestro labrador dorado, murió en septiembre del 2021, mi papá juró que no habría más perros porque era demasiado doloroso perderlos. Dijo que sólo se dedicaría a cuidar a Merlín, nuestro pastor alemán de catorce años, y eso era todo. Pero hace un par de meses, en una de mis visitas a Durango, me contó que existía la posibilidad de adoptar dos perritos, y le brillaron los ojos. Ahora tenemos a dos gigantes de los Pirineos acompañando a Merlín: Gabo, y —por primera vez en la vida— una perrita a la que decidió llamar Leila.
Mi papá no es periodista pero es casi más fan de Leila Guerriero que yo. Uno de los textos de los que más le gusta hablar es El bovarismo, dos mujeres y un pueblo de la Pampa, el mismo por el que yo me hice mi tercer tatuaje, el mismo que, como el libro del que toma el nombre, es “una advertencia feroz sobre la importancia de nuestras decisiones y sobre el peligro de estar vivos”.
Cuando me rompieron el corazón de esa forma definitiva en la que se marca un antes y después en tu vida, él sabía que por todos lados me llovían las preguntas de cuándo iba a tener hijos, y también que era un tema complicado, porque aunque siempre me había imaginado siendo madre, mi carrera era algo que no estaba dispuesta a sacrificar.
En un día de crisis, en que mi mamá me soltó otro comentario de “cuando tenga nietos” y a mí se me llenaron los ojos de lágrimas, sin saber si por tristeza o por frustración, mi papá me dijo que no era mi obligación “darles” nietos ni “darle” gusto a nadie. Que ellos habían querido hijas y habíamos llegado mi hermana y yo. Había sido su elección. Esta era la mía.
Y lo que le gusta más de El bovarismo, dos mujeres y un pueblo de la Pampa es ese momento en el que Leila elige no irse por el plan perfectamente trazado, no buscar trabajo en su pueblo, no casarse con algún novio de adolescencia. Cuando elige “estar desorientada pero arder eufórica”.
Yo no tengo una Madame Bovary en el oído, sino a mi papá susurrando, con orgullo, el mismo mensaje del ensayo de Guerriero: “cuidado, cuidado. Cuidado”.
Esa voz y ese orgullo son mi sostén en el mundo.
3.- El lenguaje secreto e improbable que compartimos mi papá y yo es el de los libros. Digo “improbable” porque él es ultra deportista y yo no sé qué es un fuera de lugar y aprendí a andar en bicicleta hasta los veintidós, viviendo en otro país. Pero, en algún punto, Saramago entró en su vida justo como poco antes entró en la mía, y desde ese momento cargo con libros y separadores carísimos para mi papá cada vez que viajo, cada vez que estoy en un museo extraño. Cada vez que me obsesiono con algo me apuro a terminar (soy una lectora lentísima) para que mi papá lo lea también. Si veo que voy demasiado lenta, le compro su propia edición.
Seth Snow explora cómo Elizabeth es la hija favorita de Mr. Bennet porque encuentra en ella cualidades que admira. Aunque mi papá no tiene favoritas (yo nada más soy la más chipil) y mi hermana es la persona más inteligente que conozco, ella y mi papá conectan en otros aspectos. Como lo dije antes, él y yo coincidimos en los libros y las chispas de libertad de las que habla Leila Guerriero. Mr. Bennet, además, tiene muy claro, como dice Michelle Barry, que el casarte por casarte puede lastimar la vida de alguien para siempre. De eso quiere salvar a Lizzie, de ese destino que en la época en la que Orgullo y Prejuicio fue creada era la única salida para las mujeres, pero que aún ahora, en 2022, se ve como el premio mayor que puede conseguirse. Salvarla del horror de las convenciones sociales para que ella encuentre, para que ella elija, su propio camino. Una de las escenas más hermosas de la adaptación de 2005 es aquella en la que, después de que Lizzie ha rechazado a Mr. Collins y su madre le pide a Mr. Bennet que intervenga, él le dice: “desde ahora serás una extraña para uno de tus padres. Tu madre no volverá a verte si no te casas con él, y yo no volveré a verte si lo haces”.
4.- El año pasado, por el aniversario de matrimonio de mis papás y su renovación de votos, mi mejor amigo y su fotógrafo oficial me pidió que los entrevistara. El tema, por supuesto, era su relación, pero a cada pregunta mi papá respondía con alguna etapa en la vida de mi hermana o la mía. Cuando les pedí que narraran su momento más difícil, la respuesta de mi papá fue aquellos años en los que tuve que usar unas férulas ortopédicas para corregir mis rodillas.
Las férulas ocupaban por completo mis piernas y tenía que usarlas toda la noche. Eso implicaba que sólo había una forma de dormir, que no podía pararme, que casi no podía moverme y tampoco manipularlas. Mi papá hacía trampa y me las quitaba a las cinco de la mañana, antes de que yo tuviera que levantarme para ir a la primaria. Yo recuerdo esa etapa como algo incómodo y nada más, pero no me atreví a preguntarle por qué era ese su momento más difícil porque su cara me lo dijo todo.
Tan sólo esa respuesta puede explicar el tipo de hombre que es mi papá.
El hombre que recogía a las hermanas de su esposa cuando ellas eran adolescentes y se iban de fiesta, que arreglaba el jardín de la mamá de su esposa con tanto cuidado que los vecinos pensaban que él era el hijo real, que ha cuidado a la abuela de su esposa, a las tías de su esposa, al papá de su esposa, sin pedir nada a cambio. Que cuando le preguntan por un momento difícil en su vida no piensa en él, piensa en un tratamiento médico que atravesó su hija menor.
Más de esta Desvelada: El método Desvelada
5.- Recuerdo la cara de mi papá el día que me encontró llorando mientras hacía las maletas en la residencia de Madrid. Era el segundo o tercer día de visita de mi familia, mi papá se había quedado platicando con el guardia mientras mi mamá y yo nos adelantamos a mi recámara, y en esos minutos a solas había salido B a la conversación por primera vez, que había muerto apenas un mes atrás. Yo ya no quería estar en Madrid. Había pasado un mes deseando salir corriendo de esa ciudad. Cuando mi papá entró pensó que lloraba por lo contrario, pero en segundos entendió el verdadero motivo de ese llanto que no paraba.
Cuando murió mi tía Lucía, en noviembre de 2020, mi papá se encerraba a cantar la misma canción de Montaner, una y otra vez.
Mi familia, como muchas otras en el mundo, había pasado por la peor crisis en mi memoria. Habíamos perdido a mi tía abuela, casi todos estábamos contagiados de COVID, una de mis tías fue hospitalizada primero y luego mi tía Lucía. Todos estábamos a medio camino del shock y el terror pero mi abuelo era quién peor estaba. Estaba enojado con todos, peleaba con mis tías, no quería hablar con nadie. No podía cantar. Mi papá, en silencio, le daba un remedio que alguien le había recetado cuando atravesó la neumonía. Diario, en un vasito, sin presionarlo, casi sin hablar el uno con el otro. Mi abuelo volvió a cantar y a ser él.
Yo sabía que el que mi papá cantara esa canción de Montaner era la expresión de su dolor. La expresión que se permitía para sostener a mi mamá que estaba rota, a mi abuelo que estaba roto, a mí que estaba rota. Su periodista favorita, Guerriero, lo dice mejor de lo que yo podría decirlo: “Es fuerte. Se traga la oscuridad de todos”.
6.- Mi papá cedió en su afición a las Chivas para volverse un hincha silencioso. Cuando mi hermana se ponía insufrible en los partidos del América, mi papá sólo asentía o guardaba silencio. Yo siempre esperaba que le pagara con la misma moneda cuando las Chivas ganaban, pero esa no es la naturaleza de los papás. No del mío, al menos. “El padre se deja ganar, porque para ser un buen padre hay que dejarse ganar”, escribió Alejandro Zambra.
Maurice, el papá de Bella, como el padre de Lizzie Bennet, también cree en su hija más que en cualquier otra persona. Y agrega el ingrediente de la confianza: no hay crítica que pueda dañarla mientras su papá sepa quién es ella. En el live action de 2017, además, el desarrollo del personaje de Maurice muestra con más claridad algo que está presente en la película animada de 1991: Maurice elige abandonar París y a su esposa enferma para salvar a su hija. Parafraseando a la periodista favorita de mi papá, parece que absorber la oscuridad para proteger del horror a las personas que quieren es una característica de los grandes padres.
7.- “Gracias a ti conocí el cariño incondicional, la certeza de que alguien me quiso siempre, sin importar cuáles fueran mis actos, y con eso no intento decir que hayas sido indulgente”, escribió Guadalupe Nettel en 2016.
“Eso es un padre. Alguien que no duda en cumplir, en nombre de un amor que jamás confesará, la absurda extravagancia”, escribió Leila Guerriero en 2022.
8.- Mi papá enfermó de neumonía un mes antes de que el COVID llegara a México. Una tarde, una tos que ya había pasado por un neumólogo casi lo asfixia cuando estaba en casa con mi mamá. El doctor ordenó que recorrieran los 100 kilómetros que separan El Salto de Durango de inmediato. Ahí se dieron cuenta que, debido a que mi papá es deportista, había pasado los análisis como si fuera una cosa no tan compleja. Incluso subió sin ayuda, con la ligereza de siempre, las escaleras del hospital.
Ese fue el primer momento en el que sentí la fragilidad de mi papá y desde entonces vivo aterrorizada. Mis amigas y yo hablamos mucho sobre ese cambio que se da cuando somos adultos y ahora nos toca cuidar a nuestros padres, que se van volviendo necios poco a poco, aunque no sean ancianos. En el caso de mi papá la necedad se agrava porque a medida que pasan los años se parece más y más a mi abuelo materno, el otro hombre importante en mi vida.
La noche en que salió del hospital fue la noche en que confirmaron el primer caso de COVID en México. Él durmió en la cama de mi abuela, frente a su tocador encantado, y yo en una habitación al final del pasillo, con las puertas abiertas, pendiente de cualquier movimiento que me indicara que tenía que gritar por ayuda, porque no sé tener la cabeza fría cuando se trata de mis padres.
Días atrás, yo buscaba dinosaurios para mi sobrino cuando una de mis tías me marcó para avisarme que iban a hospitalizarlo. Me senté en una banquita del centro de Durango, al lado de la iglesia de San Agustín, a llorar y a que llegara el ataque de pánico antes de verlo. Le hablé a un amigo, me acompañó al hospital. Mi papá se aguantaba los ataques de tos cuando estaba con él para no asustarme, para que yo no viera como por segundos dejaba de respirar. Absorbiendo el horror, literalmente, una y otra vez. Como cuando no lograba lidiar con la ausencia inesperada de B, como cuando la muerte llegó a nuestra familia, como cuando tenía que usar férulas para dormir que ahora, gracias a él, sólo recuerdo cómo incómodas.
9.- Mi papá, como muchos hombres de su generación, como muchos hombres de la mía, se guarda sus sentimientos. No sé cómo será para él lidiar con una hija —yo— que se desborda en llanto viendo películas, entrando a un museo, riendo y por absolutamente todo. Pero sé que gran parte de mi sensibilidad la heredé de él, aunque la mía sea un tsunami y la suya un bosque en calma. Quisiera decirle que puede desbordarse también porque los bosques recogen tormentas y nada pasa, todo sobrevive, el agua, incluso, lo alimenta más.
10.- Mi papá eligió que su vida fuera cuidarnos. Mucho antes de que las licencias de paternidad entraran a la discusión, mucho antes de que se hablara sobre la necesidad de los padres presentes, en un estado chiquito y norteño y conservador de México, mi papá eligió cuidar de mi hermana.
Digo “eligió” porque el matrimonio pudo terminar ahí o montarse en su macho y no dejar que mi mamá trabajara. Tantas historias ocurren así en el 2022, aún más en plena década de los ochenta. Pero mi papá eligió a mi hermana y luego me eligió a mí.
Ya he escrito antes sobre cómo cuando era niña creía que todos a mi alrededor tenían el mismo privilegio: el mismo papá que las peinaba para sus presentaciones de danza folklórica. El mismo papá que les preparaba quesadillas y les dejaba ponerles catsup. El mismo papá que se levantaba de madrugada a poner Hércules una y otra vez. El papá que las llevaba a la preparatoria y, años después, por carretera al trabajo, cuando la semana laboral empezaba en domingo. El mismo papá que alimentaba sus sueños locos con fiereza, como defendiendo su propia vida. Los años me han enseñado que no es así.
Que, aunque presentes, no todos, no todas, pueden decir lo que yo: mi papá me eligió.
No sé si he cumplido lo de “ser buena”, como Cathy Earnshaw.
Sé que he encajado más en la encomienda de “arder eufórica”.
Pero si esta construcción de recuerdos sirve de algo, quisiera que sirviera para decir que ahí, en los momentos de niebla o en los días difíciles, cuando piense que ha pasado décadas de su vida dándolo todo por los demás, cuando crea que no hay nada que sea suyo, somos suyas mi hermana y yo. Yo, sobre todo.
Mi hermana diría lo mismo.