“All of the years in my eyes
Fighting off lows, breathing in highs”
Suki Waterhouse
Tengo treinta y uno y siento que estoy comenzando mi vida y no de una manera romántica e idealizada como se podría pensar. Este camino me ha llevado tan abajo que las profundidades me enturbiaron la mirada y el corazón. Pero andar entre la niebla tuvo el beneficio de hacerme ver a través de la oscuridad y aunque muchas veces caminé a tientas, no sé de dónde saqué la fuerza para seguir a través del túnel. No voy a mentir que múltiples veces sí quise dejar de avanzar porque las grietas del cuerpo ya no eran unas fisuritas sino una oquedad grotesca y aberrante en mi cuerpo.
Vuelvo a escribir, aunque en realidad nunca dejé de hacerlo. Entonces corrijo: vuelvo a escribir para compartir abiertamente y volver a dar ese salto a la vulnerabilidad con el corazón abierto (y protegido) en un espacio que siempre me ha acogido y me ha guardado un lugar paciente y amablemente.
Desde hace más de una década que la escritura ha estado ahí esperando a ser pronunciada, pero nunca la había visto como una forma completa porque para mí era un funcionamiento tan automático de mantenerme con vida como el mero hecho de respirar. Y sólo hasta ahora que lo he visto, ha sido una maravilla descubrirlo porque siempre lo había dado por sentado; en todos estos años siempre han sido mis palabras las que me han sostenido, una y otra, y otra vez. Sólo bastaba con tomar una pluma y una libreta de tapa dura como si fuera lo obvio por hacer ante cualquier situación traumática que se experimenta en la vida: exprimir el dolor y el odio de la sangre porque comienza a diluirse en las venas y a formar parte de uno, y qué mejor que esa tintura de amargura y decepción la absorban las hojas y nos sanen el cuerpo para que las emociones no se amotinen en los huesos porque en el momento menos pensado los pensamientos enmarañados con el cabello y las uñas y los dientes nos arrasan, ocurre en el momento menos pensado que el temblor, el bruxismo y el insomnio nos paralizan.
El origen de perderse
“Perderse también es camino”
Clarice Lispector
El principio podrá parecer difuso y con la acumulación de los años se distiende y da esa sensación de que cada vez más uno se aleja de esa respuesta que lo tiene todo: el veredicto de nuestro presente, las contestaciones a nuestros miedos, la clave de la raíz de nuestros traumas, la salida a nuestro dolor… pero, la vida en el Universo funciona como un engranaje misterioso y paradójicamente bello. Ese principio de las cosas no es realmente un lugar ni un momento específico. El origen es el olvido y nuestra labor es recordar quiénes somos y por qué estamos aquí. Tal vez para salvarnos tenemos que olvidar. Y sólo tal vez olvidando el camino, olvidando de dónde venimos y a dónde vamos es cuando realmente podemos alcanzar cierta libertad al despojarnos de la identidad construida con el paso de los años y a través de los ojos de los demás para permitirnos deambular sin cargas, con la ligereza en los pies que tiemblan y de pronto dudan en si ir hacia el este o el oeste.
A veces traigo a la memoria la década de mis veintes —lo que aún puedo recordar porque el alcohol sí causó muchos estragos — y el imperante hedonismo de mis decisiones. No hubo otra manera. Todo eso me constituyó. Y quiero ser cuidadosa en esto porque a veces presiento que hay una romantización del caos, como si fuera algo imprescindible pasar por la ebriedad del olvido y la sinrazón como un ritual obligatorio del crecimiento personal/espiritual, como si el acumular anécdotas de traición, descontrol y flagelación emocional fueran medallas que cuelgan del mérito de la autodestrucción. Si pudiera hacerlo diferente, cambiaría muchas decisiones. Si pudiera hacerlo diferente, dejaría todo igual. Soy todas esas decisiones que me han traído hasta hoy, pero no soy esas decisiones porque el alma humana es muchísimo más que todas esas experiencias.
Por muchos años viví en ambivalencia, algunos días en caos, otros días con luz; pendulando hacia el equilibrio y siempre retornando hacia la balanza caída porque seguía contradiciendo mi realidad, seguía dudando de mis dones, me aferraba a controlar mis marionetas mentales; podía ser la mejor amiga del mundo para aconsejarte con amor y firmeza porque el que te gustaba siempre jugaba con tu ruleta emocional, pero también podía ser la que se acostaba con ese que te causaba dudas; podía ser la host más atenta para que pasaras una noche i-nol-vi-da-ble, pero podía ser la más desinteresada en cuidar mi propia vida; podía ser la más dedicada en proyectos laborales que pertenecían a alguien más, pero no podía dedicarle cinco minutos a las ideas que me revoloteaban por la cabeza; podía intentar ser la más hippie del mundo, pero los ideales sólo se quedaban en las nubecitas; podía ser la persona más carismática y magnética del lugar si me lo proponía, aunque eso supusiera quedarme drenada emocional y energéticamente. Entre tantas formas de pensamiento y de vida, fui saltando de un charco a otro sin llegar a la profundidad de algo sustancial. Y me perdí.
En ‘Una guía sobre el arte de perderse’, Rebeca Solnit escribe que perderse “implica que se trata de una elección consciente, una rendición voluntaria. Aquello cuya naturaleza desconoces por completo suele ser lo que necesitas encontrar, y encontrarlo es cuestión de perderse”. Qué paradoja que lo que necesito es lo que desconozco, pero si desconozco qué es lo que necesito entonces cómo voy a saber que lo necesito. Pero se puede empezar por algo, con una pregunta tan básica que o puede resultar muy bien o puede conducir a un espiral nihilista. ¿Sé quién soy o me desconozco? Si me desconozco tal vez sea a mí a quien tenga que encontrar.
El médico psiquiatra Carl Gustav Jung decía que “hasta que no te hagas consciente de lo que llevas en tu inconsciente, éste último dirigirá tu vida y tú le llamarás destino”. Y a mí me encantaba dejarle todo al destino porque la responsabilidad nunca recaía en mí sino en algo más grande que yo, y me convertía en una marioneta que se desplazaba de aquí para allá con los hilos bien amarrados. Era muy fácil decir que fluía con la vida, porque yo lo que hacía era flotar a donde me llevara la corriente, no importaba si de pronto golpeaba con alguna roca o que el curso tomara fuerza e hiciera remolinos o que me sumergiera porque, en teoría, lo importante era fluir. Ese era mi lema: deja que todo fluya. El problema de sólo fluir es que eres como un barquito de papel que entró al agua para cumplir una función momentánea de ver hasta dónde puedes llegar antes de deshacerte o quedarte atorado en alguna roca para siempre sin nunca llegar a ningún lado.
Pero, ¿cómo se llega al camino de la consciencia? Puedo responder cómo no llegar ahí. Nunca te elijas, nunca te cuestiones, nunca aceptes tus errores y nunca pidas perdón, no seas humilde y mantén siempre la frente en alto con la idea de que ya lo sabes todo; no perdones a tu padre ni a tu madre y repite el discurso mental que sostiene el enojo y el remordimiento de cómo te lastimaron con sus palabras y sus acciones; sigue escogiendo lo más fácil y lo cómodo en tu trabajo para que nunca des un salto de fe por tus sueños; sigue eligiendo las amistades que sólo buscan salir de fiesta contigo y que sólo tienen chismes de vidas ajenas y que no se alegran de tus logros. Quédate abrazando el enemigo que vive en tu mente que sigue convenciéndote que es tu mejor amigo. No elijas hacer nada diferente y culpa al mundo entero de la precariedad de tu realidad.
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¿Por qué o para qué?
“Enfrentas tu miedo porque el objetivo lo exige”
Alex Honnold
En el mismo texto de ‘El arte de perderse’ Solnit comparte algunas anécdotas sobre los equipos de búsqueda y de rescate en las Rocosas y “la explicación más sencilla de cómo se pierde la gente, en el sentido literal de la expresión, es que muchas de las personas que se pierden no van prestando atención en el momento en que se pierden, no saben qué hacer cuando se dan cuenta de que no saben volver o no reconocen que no saben volver”. ¿Y si lo literal fuera metafórico? Y si hay que reconocer que uno no sabe volver a donde pertenecía, ¿nos estamos rindiendo ante la vida en un acto de humildad para abrir las manos y recibir la ayuda?
La rendición viene en muchos escenarios: está en soltar el control de querer encajar con personas que sólo drenan y de obligarse a trabajar mecánicamente por horas sentado en una silla por proyectos que sólo traen dinero y ningún enriquecimiento interno; soltar el control de cómo debes vivir tu vida a los veinticinco, a los treinta y seis o a los cuarenta y tres bajo parámetros que te inventaste con cúmulos de películas y series extranjeras, libros y vidas que ves en pantalla. Hay que rendirse a las expectativas que nos imponemos y a lo que no fue y hay que aceptar que ya no será de otro modo. Tu vida es tal cómo es en este momento que lees estas palabras. Tal vez el camino tuvo sus bifurcaciones y no todas te gustaron, y probablemente cometiste errores que sigues cargando y que llevarás hasta cerrar los ojos, pero ¿qué se puede hacer diferente? Empieza a aceptar las imperfecciones de la personalidad y las porosidades del carácter.
Jung decía que todo el mundo lleva una sombra, una región oscura de la personalidad que es desconocida y que el ego no quiere reconocer. El autoconocimiento es crucial para comprender la verdadera identidad. Cuando hacemos más resistencia por integrar esa parte a nuestra vida, se vuelve contraproducente porque forma obstáculos, como si nos estuviéramos autosaboteando, y tarde o temprano produce una ruptura en el sistema psíquico. Enfrentarnos a esta sombra es la primera prueba de coraje en el camino interior porque el encuentro con nosotros mismo es desagradable. “Conocerte a ti mismo es lo primero que debes hacer, pero también, lo más difícil” Pero si somos capaces de ver nuestra propia sombra y podemos soportar saber sobre ella, entonces una pequeña parte del problema ya se ha resuelto.
¿También se puede reconocer que uno no quiere volver? ¿Y si perderse entonces es/fue un acto a consciencia? Cuando me mudé a Ciudad de México a los dieciochos años me fui huyendo y por más de un lustro viví sin prestar atención, viviendo desde el impulso del deseo que sintiera en el momento, regodeándome en gratificaciones instantáneas que venían envasadas o roladas. ¿Y si la grandeza de mi ego no me permitía doblar las rodillas para rendirme y aceptar que no sabía a dónde estaba yendo? El ego era grande y la caída fue inmensa. No se diga del impacto. Tal vez para otra redacción. Pero tengo la leve noción de que, en algún punto, o en varios momentos, sí sentía que estaba deambulando, pero me conformaba el escuchar a otras amigas o a los amigos de mis amigos, decir que ellos tampoco sabían que estaban haciendo, ¿o sólo fingían no saberlo y en el fondo sí tenían una salida de emergencia y fui yo la que creyó en su ilusión? El problema estuvo ahí, en el conformismo del breve presente y en escuchar otras historias de vida en vez de prestar atención a la mía.
No tengo fechas ni horas exactas, pero sí puedo rememorar decisiones en las que no solamente me estaba abandonando, sino que estaba adentrándome a la perdición. Me atravesaba la incongruencia de lo que decía y hacía. Las palabras y los hechos eran de un abecedario diferente cuando se trataba de hablar conmigo (de las muy pocas veces que lo hacía) y de proyectar algo a los demás. Vivía atrapada en un círculo vicioso donde el cambio no terminaba de cuajar en mis venas. Lo deseaba, lo imploraba, porque en el fondo sabía que lo necesitaba, pero me aterraba desprenderme de todas esas promesas y palabras bonitas que dije en alto a mis amigas para hacerles pensar que tenía la vida resuelta a mis veinticuatro años. Y la pregunta anclada a mis costillas que siempre ondeaba su bandera venía con tres colores: ¿cómo voy a confiar en mí?, ¿qué decisión(es) tengo que tomar?, ¿qué estoy haciendo aquí?
Hay una escena en Matrix Reloaded (2003) donde Neo mantiene una conversación con el Oráculo:
—Supongo que la pregunta más obvia sería, ¿cómo confiar en ti?
—Es un dilema, no cabe duda. Lo malo es que no tienes forma de saber si estoy aquí para ayudarte o no. Eso depende de ti. Tendrás que tomar la decisión de si aceptar lo que voy a decirte o rechazarlo.
El Oráculo saca de su bolso, un dulce con envoltura roja y se lo ofrece a Neo.
—¿Gustas?
—¿Ya sabes si voy a tomarla?
—No puedo ser buen oráculo si no lo sé.
—Pero si ya lo sabes, ¿cómo voy a decidir?
—Porque no has venido a tomar una decisión, esa ya la tomaste. Estás aquí para tratar de entender por qué la tomaste.
¿Por qué nos vamos de un lugar? Irse de un lugar porque causa dolor puede ser una forma de protección o prolongar el sufrimiento con la evasión. ¿Por qué regresamos a un lugar? ¿Es acaso una prueba de fortaleza? ¿Una manera de saber que ahora somos autoinmunes a esas calles que deambulamos con llanto, a esa casa que nos oprimió siendo sólo un techo y no un hogar?
¿Es un por qué o un para qué? Sólo tengo una respuesta y no es absoluta, pero todas las decisiones han sido para aprender. El crecimiento personal busca estirar el tejido hasta romperlo para cambiar de piel. Y hay veces en que sólo tenemos que aceptar que debemos rompernos y tirar cimientos mal construidos para edificar una estructura más firme y resiliente.
Los mensajes de Michiko Aoyama
“’Ama a tu enemigo’. Y yo obedecí y me amé a mí mismo”
Khalil Gibran
Comencé a leer ‘La biblioteca de los nuevos comienzos’ de la autora Michiko Aoyama en un momento clave que marcaba el punto final definitivo de una separación acentuada con una belleza de sanación espiritual proporcional al dolor que me resquebrajó por meses. La señora Sayuri Komachi, el personaje enigmático de esta novela, siempre tenía la sugerencia adecuada para lo que las personas necesitaban. Ella preguntaba, ¿qué estás buscando? Y la pregunta siempre iba más allá del título del libro, les despertaba un eco profundo para cuestionarse realmente qué era lo que estaban buscando en la vida. Y de las cinco historias, además de unas cuantas lágrimas y una sensación de agradecimiento porque sentía que eran respuestas que necesitaba saber, me llevé una reflexión valiosa que me cambió la perspectiva. En la historia del capítulo dos de Ryō, su novia Hina le pregunta que qué es lo que cree que mueve al mundo y él responde dubitativo que el amor. Ella se ríe como si hubiera escuchado un disparate y dice que ella cree que es la confianza.
Yo también compartía la idea de Ryō. Vamos, que hasta en Interestelar (2014) Amelia Brand siempre supo que el planeta habitable era donde se encontraba Edmunds y la corazonada venía desde la raíz de la misma palabra. Pero leer que viene de la confianza me desencajó de una manera bellísima. Y sí, tal vez porque se adecúa exactamente a la montaña rusa emocional que he vivido tras la separación con el padre de mi hijo, pero porque también ha sido el enigma que necesitaba encontrar. Tuve que perderme en otras vidas, en otras ciudades hasta perder el miedo y reencontrarme con la confianza en mí misma, ese valor abstracto que sólo viene a infundirse y experimentarse en una sensación en el pecho.
Hace muchos años dejé de ser una persona religiosa. Para ser precisos, desde los trece años que mis papás se divorciaron y entré en un conflicto con Dios. Pero las vicisitudes me han regresado a lo que supongo algunos expertos feligreses en el tema le llamarían fe. Y aquí estoy otra vez, confiando. Confiando en Dios, confiando en la vida, confiando en mí y confiando en las personas que voy conociendo en el camino. Y es difícil hacerlo porque en el momento menos pensado mi sombra se levanta pensando que tiene que arroparme nuevamente para protegerme del (supuesto) peligro que se originó cuando aún mis neuronas estaban entendiendo el funcionamiento del mundo. El autosabotaje es un mal hábito que se sigue escurriendo en muchas puertas de mi vida, pero me enorgullece decir que ahora lo veo con más agilidad y no temo enfrentarme a ello. Ojalá hubiera un camino fácil y cortito. Aunque estoy segura que lo hay, pero hay veces que no tenemos los ojos bien abiertos para ver que también podemos escoger ese sendero suavecito de flores. Quién sabe qué pactamos para terminar yendo por veredas lúgubres.
Tal vez para salvarnos tenemos que perdernos y volver a recordar de dónde venimos.