For once there is nothing up my sleeve
Just some scars from a life that used to trouble me
I used to run at first sight of the sun
Now, I lay here waiting for you to wake up
Fun
En mi cumpleaños 33 Marisol me regaló un funko de Rachel, de Friends, vestida como en el primer episodio de la serie, en el que llega a la cafetería después de dejar a su novio en el altar. En un post-it escribió: “el recordatorio de que quedan muchas temporadas después de huir de la boda”. Esto, que puede ser algo obvio para muchos, fue un pensamiento que me torturó constantemente a mitad de mis veintes.
Cuando era niña estaba obsesionada con las bodas. Si íbamos a una, mi tía Lucía ganaba el ramo para mí y mi vestido de tres años seguía el diseño típico de un vestido de novia. Ahora que lo pienso, tal vez lo que realmente me atraía era eso: la moda, la imagen de una novia, glamourosa y perfecta, siendo el centro de atención, pero al ser tan pequeña no sabía distinguir mis emociones ni gustos, así que me iba por la imagen general.
Cuando me convertí en una “jovencita” aterrada por el compromiso, completamente segura de que si me enamoraba iba a arruinar mis sueños (spoiler: sí pasó), pensé que entonces lo que quería era ser mamá, y la boda no necesariamente estaba en primer plano. Quería tres hijas: Aura, Isabella y Leonora, y amaba la imagen de tres pequeñas con ojos gigantes y cabello oscuro, como yo, porque claramente mi motivación era egocéntrica. Pero siendo esa joven que fui, que por supuesto nunca había tomado terapia y tenía 0% de inteligencia emocional, tampoco lograba observar esa motivación con claridad, así que la reducía a lo más simple: quería una familia tradicional, y eso implicaba pasar por el altar.
Crecí en una familia católica del norte de México, así que en realidad mis deseos no resultaban descabellados, al contrario, encajaban perfecto en lo que la sociedad duranguense esperaba/espera de las nacidas en los noventa, como yo.
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San Antonio es una de las figuras católicas con más presencia en México, y México es un país lo suficientemente religioso para que no sea necesario que estés totalmente informado de las vidas de los santos para conocer los mitos que los rodean y, en muchos casos, reconocer sus imágenes en las iglesias o en las casas. En el caso de San Antonio de Padua (que irónicamente también es patrón de las cosas perdidas) la historia más famosa que lo rodea es la de ponerlo de cabeza si quieres conseguir novio.
En 2012, de vacaciones en Guanajuato, encontré en una tienda del centro un cuadro pequeñito de San Antonio, ya de cabeza, con un marco colorido que decía: “dame novio”. Ahí era ya la joven aterrada por el compromiso, pero el cuadro me resultó el souvenir más divertido del mundo y lo compré sólo porque sí. Al día siguiente conocí al Violinista, quien sigue siendo mi exnovio favorito de todos. Así que sí, San Antonio había realizado el milagro y, además, de forma inmediata.
El Violinista derrumbó con mucha paciencia mi temor de que si estaba en una relación comprometida iba a arruinar mi sueño de vivir en España (spoiler: sí pasó, pero no por él), y de pronto me vi, por primera vez, completamente convencida de casarme. Sabíamos que era algo que ocurriría muy en el futuro, y a mí me ilusionaba la idea de una boda en la que sus amigos tocarían música clásica mientras caminaba al altar.
Pero en realidad con todos mis exnovios hablé de matrimonio. Sentía que era algo natural en mis relaciones, aunque tuviera quince años y cero idea del mundo, de la vida o de mí misma. Todos querían casarse conmigo, tener hijos conmigo, uno incluso me entregó un anillo de compromiso en una iglesia del centro de Durango, que me incomodaba muchísimo usar así que lo llevaba en una cadenita en el cuello, escondida lo mejor que podía bajo mi ropa. Esa dualidad de temerle al compromiso pero tener la boda como meta existía en mí porque, como con el Violinista, pensaba que todo ocurriría en un futuro lejano, en otra vida, cuando yo supiera relacionarme mejor con los niños y aprendiera a cocinar arroz.
Para mí nunca fue opción renunciar a mis aspiraciones profesionales, ni siquiera cuando no sabía muy bien cuáles eran. En el episodio 33 de “Hablemos de tal”, la exreina de belleza y conductora Andrea Bazarte le cuenta al influencer UntalFredo los eventos que la llevaron a cancelar su compromiso, y desde la primera vez que la escuché me sentí muy identificada con su historia al navegar entre una relación seria, en la que ya se había hablado de un compromiso formal, y el momento en que apenas estás empezando a construir tu carrera: “me sentía culpable, la gente no ayudaba nada, sé que todo mundo le decía ‘¿y cuándo se casan? ¡Uuuy! ¿Todavía no?’ Y también muy poca gente entendía mi camino, ni yo, confiaba mucho en lo que estaba haciendo pero por intuición”.

Siempre creí que podía tenerlo todo. Aún lo creo, pero sé que el camino se recorre por etapas e implica decisiones en cada escalón. Y de alguna forma, aún cuando ponía en marcha mi performance de novia ideal destinada a ser trophy wife, había momentos en los que mis novios lograban ver algo más allá, como cuando a los quince L me dijo, abrazándome en un sillón de mi casa, que cuando fuera escritora él cuidaría a nuestros hijos y les enseñaría a no interrumpirme en el estudio que construiría para mí. Empecé a llorar y le dije que nunca sería ese tipo de mamá, pero el recuerdo de su voz calmada en ese momento nunca me abandonó, y a veces aún me pregunto qué veía en esa adolescente que fui que logró predecir una escena común de mis treinta: yo, sola, enclaustrada escribiendo, sabiendo que en este momento no necesito más.
Cuando mi última relación “seria” terminó y me encontré soltera a los casi 24 años con un cúmulo de duelos mezclados con estrés postraumático, una de las frases recurrentes en mis ataques de pánico era: “nunca me voy a casar y, por tanto, soy una fracasada. Fracasé en lo más básico que la sociedad esperaba de mí”.
Y supongo que por verme en ese estado melodramático, sin decirme nada, mi mamá decidió quitar la figurita de Niño Jesús del San Antonio que por algún motivo estaba en mi habitación (al lado de mi souvenir guanajuatense), y decirle, con todo el temple de mamá mexicana norteña, que se lo regresaría cuando me mandara al amor de mi vida.
El problema es que mi mamá guardó con tanto cuidado al Niño Jesús que lo perdió.
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Quitarle el Niño a San Antonio —me parece— en realidad tiene que ver más con su poder para encontrar cosas perdidas, pero si lo que se busca es amor de verdad, también se le pueden ofrecer 13 monedas o colgarle un listón rojo con la petición deseada. En una búsqueda rápida por internet encontré varios portales, como e-consulta y Excélsior, que presentan una lista detallada de “santos a los que se les reza para conseguir pareja”, pero más allá de San Antonio, San Valentín y San Cipriano, las demás opciones parecen más forzadas, como si fuera posible encajar, una vez más, la búsqueda del amor en la lista de las causas perdidas, como en el caso de El Niño del Cacahuatito, Santo Tomás de Aquino o San Marcos de León.
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Un día llegué a Durango y vi un muñequito de rosca de Reyes, que en la tradición se dice es el Niño Dios, acomodado cuidadosamente sobre una figurita de San Antonio a la que nunca le había prestado atención. Cuando le pregunté a mi mamá ella confesó su crimen: hacía años que había perdido al niño original. Por supuesto, me invadió un ataque de risa y le dije que ahora seguramente estaba maldita, y que sin duda alguna me quedaría “a vestir santos”, como también decimos en México.
Cuando estrenaron Cindy la Regia mi amigo Aarón me llevó al cine diciéndome: “es tu película”. Aunque la situación tenía sus diferencias (yo no rechacé la propuesta de matrimonio, más bien me engañaron y se casaron con la otra persona), en realidad era difícil separarme de la esencia de la película: esa chavita privilegiada que de pronto se encuentra sin plan en la vida, y huye a Ciudad de México para tratar de encontrarlo, y como en todo viaje de la heroína, se encuentra a ella misma en el proceso.

Durante muchos, muchos años, escuché de personas a mi alrededor que no había nada peor que llegar a los cuarenta sin una familia “propia”. Escuché muchas veces las historias sobre periodistas exitosos —hombres, siempre— que a cambio del éxito laboral habían sacrificado la vida amorosa, y cómo eso más que ser un sueño era una auténtica película de terror. Como en Little fires everywhere, la serie protagonizada por Reese Witherspoon y Kerry Washington, las mujeres periodistas no sufrían ese destino porque ellas sí elegían la familia tradicional, y se conformaban con limitar sus sueños a un pequeño cubículo en un periódico de algún suburbio perdido en el país de su elección. Y por algún motivo, aún cuando creía que mi deber era casarme y tener un bebé antes de los 25, porque mi entonces novio ya tenía un hijo y constantemente me repetía que no quería que los hermanos tuvieran diez años de diferencia, esa imagen de mis sueños desinflados para encajar en un molde de galleta me revolvía el estómago. Como lo dice Midge en algún momento de La maravillosa señora Maisel: no quería que la vida que estaba construyendo, con mis elecciones, fuera sólo una etapa, un intermedio que recordaría con nostalgia pero que nunca volvería a vivir, no sola, al menos, no con la posibilidad de pasarme el día completo en un museo o de perderme en un tren en una ciudad en la que no hablan mi idioma.
Aunque llegué a Ciudad de México todavía convencida de que aquí encontraría al “amor de mi vida” y, si me apuraba lo suficiente, aún lograría ser esa mamá joven que siempre había soñado, desde el primer minuto me vi rodeada de amigas y maestras que, sólo con existir, desmontaban esas creencias que me habían rodeado en mi ambiente laboral en Durango. Mujeres increíblemente fuertes y ambiciosas que no estaban casadas, o tenían como pareja a alguien que genuinamente era su par, que no se sentía intimidado por su cerebro maravilloso ni necesitaba demostrar algo más que absoluta devoción por ellas.
El cambio ocurrió casi sin darme cuenta: de pronto ya no salía con tipos analizando si eran un potencial marido, lo hacía como una especie de juego, para dejarme guiar por la ciudad o ser yo una guía de turistas bilingüe. Como en el más profundo de los clichés, aprendí qué cosas podía tolerar y cuáles no, me fui desprendiendo de ese performance de novia perfecta que montaba en automático y empecé a entender realmente que la atracción sólo valía si me querían en mi forma más auténtica: introvertida e intensa y llena de glitter y siempre demasiado arreglada para cualquier ocasión. Dejé de decirle que sí a lugares y comidas que no me gustan sólo para hacer feliz a alguien más y dejé de disculparme por ser ambiciosa y un poco workaholic. Dejé de temerle a la palabra “egoísta”. En resumen: dejé de bajar mis estándares, y no planeo hacerlo de nuevo nunca. El plot twist que no veía venir es que aceptando esas partes de mí misma me convertí en una persona que sabe amar mejor, desde la compañía y no desde la necesidad o el temor a la soledad.
En todos esos años que el niño de San Antonio estuvo perdido y, por tanto, yo estuve soltera, hubo muchas cosas que cambiaron.
Mi visión del mundo se expandió.
Pude sentir cómo, poco a poco, a través de muchas sesiones de terapia, pero también muchas salidas con mis amigas, muchos viajes sola, las partes de mí que creí rotas para siempre se acomodaron de una forma aún más preciosa que la previa. Eventualmente, las ideas de fracaso que tenía sobre mí misma se desvanecieron, y llegué a los treinta sintiéndome completa, sensación que crece cada vez que sumo años.
Cuando empecé el doctorado, mi exroomie y Bicky me dijeron que todavía recordaban cuando solía decir que ese sería mi momento para embarazarme, estuviera casada o no. Yo no podía creer que alguna vez siquiera lo haya dicho en voz alta.
Supongo que en realidad San Antonio sí cumplió el milagro, pero mi mamá (o yo) lo manifestamos de forma distinta y el amor que encontré fue el que tengo hacia mí misma.
Más de esta Desvelada: Memorias de una exalumna prodigio
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Hace casi diez años pensaba que nunca querría casarme de nuevo. Que el amor realmente había arruinado mis sueños y no podía pasarme otra vez. Aún creo que la gente suele subestimar lo verdaderamente devastador que puede ser un corazón roto y cómo el daño puede alcanzar lugares que ni siquiera imaginas. Ya he escrito antes sobre esto, pero realmente cerré mi corazón a todas las posibilidades. Sin embargo,en 2021 mis papás renovaron sus votos en su cuarenta aniversario de bodas, y desde entonces tengo de nuevo un tablero de Pinterest en el que guardo los vestidos de novia que me gustan —en un estilo completamente opuesto a los que amaba cuando tenía 23—, sé perfectamente quiénes serán mis damas de honor y la iglesia en la que me casaría, y las historias como la de Andy Torres, que será mamá primeriza después de los cuarenta, me hacen pensar en otra bebé de ojos gigantes (lo egocéntrica nunca se me va a quitar) porque ahora sé que el camino no acaba a los 25, y que puedo ir decidiendo escalón por escalón. Pero también sé que no es un fracaso si no ocurre, y he aprendido lentamente a celebrar mis logros, aunque a veces no los vea así, a trabajar porque amo lo que hago y no para compensar que no soy mamá ni esposa, y, recientemente, a decirme en voz alta que estoy orgullosa de mí. Entendí que los sueños no se “desinflan” porque ellos y yo podemos permitirnos ser moldeables, alcanzarlos, desechar algunos, y crear —o rescatar— otros más.
Había pensado empezar este ensayo diciendo que esta no es una historia de amor, pero sí lo es, es una parte de mi “desarrollo de personaje”, del reencuentro con una versión mía que creí que necesitaba enterrar para avanzar, y en realidad lo que hacía falta era rescatarla del calabozo, limpiarle el rostro, dejar que le creciera el cabello otra vez, y como en esas canciones de Fun o de Taylor Swift y esa frase de Grandes Esperanzas, enseñarle a no huir del sol.
Una tarde del año pasado mi mamá me marcó para contarme que el niño de San Antonio había aparecido en su recámara, y que finalmente lo había regresado a sus brazos. Ahora, cuando llego a Durango, veo a la figurita del santo completa otra vez, al lado del souvenir guanajuatense que compré cuando yo era otra yo y mi vida era otra vida.
En ésta ya no necesitamos pedirle milagros.